martes, 23 de diciembre de 2008

Lágrimas III

Pese a pertenecer ambos a mundos diferentes y situaciones diferentes teníamos algo en común: los dos adorábamos el cine. Hoy en día las cosas no son tan sencillas como antes. La gente se retrae mucho más a la hora de entablar conversaciones con gente desconocida. Soy una persona muy fisonomista y cuando una acostumbra a ir sola a los sitios te da tiempo de fijarte en la gente. Con el aumento de las salas de cine la gente ya no hace largas colas para pedir entradas pero pese a todo siempre hay tiempo de analizar a las personas. Las parejas de enamorados que lanzan caricias furtivas creyendo que nadie las ve; niños que han decidido que la mejor forma de pasar un cumpleaños es yendo al cine para el martirio de los padres; jóvenes que discuten sobre cual película van a ver; y lobos solitarios que como yo intentamos ocultarnos en la penumbra para olvidarnos de nuestra vida. Uno de esos lobos era él.

Ya lo había visto en varias ocasiones. Su aspecto descuidado pero impecable y la mirada lánguida habían creado en mi un deseo por conocerlo, y había empezado a formar parte de mis sueños más íntimos. Algún día intenté forzar la situación por conocer su voz y acabé transformando el ir al cine en una forma de peregrinación para verlo. Los dos íbamos siempre a la última sesión del sábado y solía esperar a ver que película cogía para acompañarlo. Después de tantos años acudiendo al cine me había grajeado la amistad de las chicas de la taquilla y me solían dar una butaca cercana a él.

Tantas coincidencias acabaron haciendo que él también se fijara en mí. Un día se me acercó y antes de que supiera lo que estaba haciendo estábamos los dos juntos tomando una copa y comentando nuestras vidas después de la sesión. Su voz era tan sensual como había imaginado y me tenía que forzar para apartar la mirada de su boca. Acabamos concertando citas para ir juntos a ver las películas y después de varias semanas conociéndonos me invitó a ver algo en su casa. Y acudí.

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