domingo, 14 de junio de 2009

El médico: 6ª parte

Estaba siendo un final de 1887 de provecho en todos los sentidos. Parece que cuando llegan estas fechas la mayoría de los hombres casados aprovechan para desahogarse y para las mujeres que vivían de su cuerpo en Londres, esos maridos infieles eran un constante goteo de ingresos. La mayor parte tenían su público habitual y se negaban a atender a nueva clientela salvo que fueran con recomendación. Tal vez en eso mi colega el Dr. Rees Llewellyn y yo teníamos algo que ver.

Los dos amábamos Whitechapel y lo que conllevaba. Como ya había mencionado, las meretrices eran nuestras principales fuentes de ingreso y de noticias. Seguramente más mujeres se habían confesado a mí que al reverendo. Sabía las miserias de medio Londres, sus perversiones y anhelos, sus enfermedades y sus mentiras. Lo que no dejaba de sorprenderme era con la naturalidad con la que me hablaban de su “trabajo”. Sé que al Dr. Rees no le tenían en tan alta consideración, tal vez porque él también era un asiduo cliente y yo nunca había accedido a ningún requiebro ni oferta. No es que no me apeteciera yacer con alguna mujer, lo que pasaba es que yo tenía claro cuales eran mis objetivos y, por mi propio bien, mejor sería no mezclar el trabajo con el placer, si quería seguir trabajando.

Yo sabía quién engañaba a su mujer, quién tenía gusto por perversiones aberrantes y cosas peores. Tal vez por eso me gustaba pasear de noche, para no encontrarme cara a cara con esos individuos que aseguraban que estaban en el trabajo y… las que trabajaban eran ellas.

Por eso mismo nos habíamos propuesto que la salud de ellas fuera lo mejor posible. Cuando empecé a consultar casi todas desconocían las más simples costumbres higiénicas y su hedor era tal que tenía que atenderlas con un paño bañado en alcohol alcanforado. Con insistencia y un poco de buen tacto fui consiguiendo que empezaran con abluciones y friegas, incluso que se cambiaran de ropa con más frecuencia. Las únicas que eran distintas eran las chicas de Annie, pero ya hablaré de ellas.

Estábamos en navidades y el dinero entraba a espuertas, por suerte para Whitechapel.

Como casi todos los días cerré a las 8 de la noche tras una jornada agotadora. Estábamos en nochebuena y nadie me esperaba. Me puse en gabán, el sombrero cogí mi bastón y salí a disfrutar de la llovizna de Londres.

Salí de mi domicilio en Dorset me dirijo hacia los edificios de George Yard y de ahí hacia Truhapel Road. Lentamente avanzaba escuchando los sonidos provenientes de las casas iluminadas. Pese a ser un barrio marginal era evidente el espíritu navideño. Las risas surgían por doquier al igual que el olor a pavo relleno. Pasos apurados de gente que llegaba muy tarde a cenar tras una jornada agotadora en las fábricas o en los talleres. Y yo sólo aseando por la calle.

Ensimismado en mis pensamientos me encontré a una solícita, Clarice McDolling, o como prefería ser conocida, Endora. Era una mujer antiguamente rubia, muy corpulenta, de unos 45 años, con un pronunciado sobrepeso y un gusto exagerado por la cerveza tibia. Un par de veces tuve que tratarla por contusiones múltiples. Tenía un “conocido” sumamente violento, un judío polaco misógino adicto al sadismo, cuyos encuentros solían saldarse con múltiples magulladuras y arañazos.

- Feliz navidad, Dr. Johnson.
- Feliz navidad, Clarice. ¿Va todo bien?
- ¡Shhh! Endora, aquí soy Endora. – Me dice con un rubor en sus mejillas. – Esta noche ni un triste chelín pero todo perfecto, Dr. Esta temporada no he tenido ningún altercado, usted ya me entiende. ¿Quiere subir a tomar una copa para calentarse? – Dice con un bamboleo de sus poderosas caderas.
- Nunca dejas de insistir, Clar… Endora.
- ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!, y usted nunca deja de negarse doctor. Ya sabe que cuando quiera estaré esperándole. – Su risa bañada en dientes negros atemorizaría a cualquiera que la viese.
- ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja! Voy a seguir paseando y deberías de tomarte algo caliente. – Le digo dándole un par de besos en las mejillas.
- Ya buscaba algo caliente, pero esta noche parece que la gente no quiere de esto. – Me dice apretujando sus opulentos senos entre sus manos. – Hoy los soldaditos quieren carne más fresca.
- Mejor será que hoy descanses, que mañana será otro día, Clarice – Le susurro mientras me voy.

Las tabernas estaban repletas de solitarios y solitarias que no encontraban mejor forma de pasar la navidad que ahogando sus penas en compañía. Entre saludos y felicitaciones navideñas de alguna meretriz que no tenía quién la esperase o quién la solicitase llegué al Gold Conner de Goulston Street, el local de Annie.

martes, 9 de junio de 2009

El médico: 5ª parte

Es evidente que no me marché. Al cabo de un mes ya estaba pasando consulta regularmente. Si en vez de estar en este barrio estuviera en el centro de la ciudad hubiera sido un hombre rico al cabo de un año, pero en Whitechapel no. Mis honorarios se limitaban muchas veces a unos pocos centavos y en pocas ocasiones veía alguna libra esterlina. La mayoría de las veces eran los obsequios que me traían lo que hacía que mi consulta prosperase.

El hermano de Annie me consiguió un equipo completo de cirugía de urgencia compuesto por bisturís, gasas, agujas quirúrgicas, escalpelos y demás material. El agresor de él, que luego me enteré que era un carpintero retirado por culpa de un accidente, me ayudó a adecentar la fachada y los escalones. Otros me conseguían material hospitalario… e hice caso a lo que me dijera en su día Annie, nunca pregunté por el origen de ese material así no comprometería a esa gente a que me mintiera.

Pero mis mejores clientes fueron la multitud de meretrices del barrio. Casi siempre eran lo mismo, enfermedades de piel, infecciones vaginales, pequeñas fisuras y algún que otro hematoma. Yo era la única persona que las veía como lo que realmente eran: personas.

Con el tiempo también fui adquiriendo material para un pequeño laboratorio farmacéutico. Libros especializados y mis conocimientos sobre la farmacopea y las drogas existentes en ese momento hicieron que mi fama fuera en aumento. Multitud de fórmulas magistrales creadas por mí consiguieron que muchos niños no muriesen por tos ferina o por inflamaciones bronquiales.

También para mi botica fui recibiendo un sinfín de elementos dignos de cualquier laboratorio. Multitud de hierbas conocidas y muchas desconocidas acabaron en mis manos. Cada vez que un barco arribaba me llegaban pequeñas cajitas o sobres que requerían análisis de varios días. Y venenos, muchos venenos. Algunos conocidos en Europa y muchos conocidos en otros países fueran o no colonias.

Podría matar a un hombre de mil maneras cada cual más cruenta y siempre sin dejar rastro. Pero yo seguía la máxima que decía que lo que cura, mata y lo que mata, cura. Poco a poco fue haciendo diluciones y disoluciones para curar dolencias estomacales o cicatrizar más rápido las heridas. Eso hizo que mi fama en Londres aumentase y empecé a recibir visitas más lucrativas. Todos los que entraron por la puerta salieron igual, con una negación por respuesta. No quería volver a la vida que tenía, ya era feliz.

Y llegaron las muertes.

jueves, 4 de junio de 2009

El médico: 4ª parte

Cuando me desperté me hallaba tumbado sobre una hermosa cama con doseles y sábanas de raso. No sabía cuando tiempo había transcurrido desde que me había quedado dormido ni como había llegado hasta allí. A los pies de la cama tenía un vestuario completo y por lo visto era de mi talla, y sobre la mesilla que estaba a mi lado todas mis pertenencias. Me levanté y tras vestirme salí al exterior de la habitación. Nuevamente me hallaba en el pasillo que ya había recorrido con anterioridad y me dirigí hacia la cocina. Al llegar allí estaba Annie junto a seis hermosas mujeres de apenas veinte años.

- Buenos días Sr. Johnson, me alegra ver que ha descansado. Servidle un poco de té.
- Muchas gracias, pero cómo he llegado…
- No se preocupe. No es la primera vez que acompañamos a alguien a una habitación. Aunque sí es la primera vez que nadie le acompaña.

Las chicas se rieron ante ese comentario mientras yo me encontraba incómodo ante esta situación.

- Su ropa estará lista hoy a la tarde, la mandé a lavar a un sitio de confianza. Si quiere puede esperar a que llegue o enviar a buscarla, entendería que optase por esta última opción.
- No sabría donde ir ahora mismo. No tengo alojamiento y tampoco…
- No tiene porque darme ninguna explicación. Soy una experta en no preguntar. Si no hago preguntas no recibiré mentiras por respuestas. Dejadnos solos, por favor.

Como en una danza las meretrices abandonaron la cocina y me quedé frente a ella. No podría calcular su edad con exactitud. Su cuerpo me indicaba que no tendría más de treinta años, sus ojos me decían que había visto y vivido más que mucha gente de su misma edad y su forma de hablar me indicaba una educación digna de la corte.

- Gracias por lo que hizo ayer. – me dijo agarrándome las manos.
- ¿Qué tal está ese hombre?
- Mucho mejor. Se queja un poco del dolor pero lo enfajé y le preparé unas infusiones para que mejore el ánimo. ¡Gracias!
- No tiene porqué dármelas, sólo hacía mi trabajo. Ya se lo dije ayer. Lo que hice por ese hombre lo hubiera hecho por cualquiera…
- Pero ese hombre es mi hermano.
- ¿Eh?

Sus ojos empezaron a brillar tras ese último comentario y yo no sabía que hacer ni que decir, deje que el silencio de sus labios creciera. Ahora entendía muchas cosas de las acontecidas. Tomé un sorbo de un delicioso té hindú y dejé que mis ojos se introdujeran en la profundidad de los suyos. Sólo el ruido proveniente del exterior interrumpía el sonido de nuestras respiraciones.

- Bueno, me tengo que ir… tengo que buscar un sitio, un alojamiento…
- Si necesita un alojamiento puedo darle uno. Me gustaría… nos gustaría poder contar con sus servicios. Nadie quiere atender a la gente de este barrio. No, no sería aquí. Tengo una vivienda cerca. Es una pequeña vivienda de sótano y dos plantas. Tiene dos entradas independientes y sería perfecto para una pequeña consulta.
- Yo…

Nuevamente no sabía que decir. Yo quería alejarme de mi profesión pero estaba claro que no podía. Salimos de la residencia y cruzamos la calle ante la mirada inquisitoria de los vecinos. Unos pocos se acercaron y me hablaron de sus pequeñas dolencias a lo que respondí con una simple sonrisa. Annie en cambio del informaba que en una semana podrían pasar por mi consulta. Al parecer su labor como negociante era mayor que la mía. Por fin llegamos a una pequeña casa con la fachada llena de desconchones y algunos cristales rotos. Parecía que llevaba abandonada varios años, aunque eso mismo se podría decir de todas las viviendas del barrio. Annie me puso en las manos un manojo de llaves.

- Entre y piense todo. Si necesita cualquier cosa estaré enfrente y si cuando vuelva a la tarde no está lo entenderé. - Y tras darme dos besos se marchó.