martes, 9 de junio de 2009

El médico: 5ª parte

Es evidente que no me marché. Al cabo de un mes ya estaba pasando consulta regularmente. Si en vez de estar en este barrio estuviera en el centro de la ciudad hubiera sido un hombre rico al cabo de un año, pero en Whitechapel no. Mis honorarios se limitaban muchas veces a unos pocos centavos y en pocas ocasiones veía alguna libra esterlina. La mayoría de las veces eran los obsequios que me traían lo que hacía que mi consulta prosperase.

El hermano de Annie me consiguió un equipo completo de cirugía de urgencia compuesto por bisturís, gasas, agujas quirúrgicas, escalpelos y demás material. El agresor de él, que luego me enteré que era un carpintero retirado por culpa de un accidente, me ayudó a adecentar la fachada y los escalones. Otros me conseguían material hospitalario… e hice caso a lo que me dijera en su día Annie, nunca pregunté por el origen de ese material así no comprometería a esa gente a que me mintiera.

Pero mis mejores clientes fueron la multitud de meretrices del barrio. Casi siempre eran lo mismo, enfermedades de piel, infecciones vaginales, pequeñas fisuras y algún que otro hematoma. Yo era la única persona que las veía como lo que realmente eran: personas.

Con el tiempo también fui adquiriendo material para un pequeño laboratorio farmacéutico. Libros especializados y mis conocimientos sobre la farmacopea y las drogas existentes en ese momento hicieron que mi fama fuera en aumento. Multitud de fórmulas magistrales creadas por mí consiguieron que muchos niños no muriesen por tos ferina o por inflamaciones bronquiales.

También para mi botica fui recibiendo un sinfín de elementos dignos de cualquier laboratorio. Multitud de hierbas conocidas y muchas desconocidas acabaron en mis manos. Cada vez que un barco arribaba me llegaban pequeñas cajitas o sobres que requerían análisis de varios días. Y venenos, muchos venenos. Algunos conocidos en Europa y muchos conocidos en otros países fueran o no colonias.

Podría matar a un hombre de mil maneras cada cual más cruenta y siempre sin dejar rastro. Pero yo seguía la máxima que decía que lo que cura, mata y lo que mata, cura. Poco a poco fue haciendo diluciones y disoluciones para curar dolencias estomacales o cicatrizar más rápido las heridas. Eso hizo que mi fama en Londres aumentase y empecé a recibir visitas más lucrativas. Todos los que entraron por la puerta salieron igual, con una negación por respuesta. No quería volver a la vida que tenía, ya era feliz.

Y llegaron las muertes.

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