Tenía previsto que el día siguiera la rutina habitual de todos los días. Nada de imprevistos que pudieran retrasarme o sorprenderme, pero es evidente que las cosas nunca salen como queremos. La mañana había sido como todas: casa – trabajo, trabajo – casa. En el trabajo tampoco sucedió nada diferente a los demás días. Las caras de siempre, las llamadas telefónicas habituales y la montaña papeles que se empeñaba en ir creciendo lentamente. Y, como todas las mañanas, antes de salir me llamó para decirme que hoy tampoco podría venir a comer. Me gustan esos pequeños detalles dentro de una relación. Él nunca puede venir a comer. Mejor dicho, no le compensa cruzar la ciudad para comer a duras penas y luego llegar tarde a trabajar, aunque alguna que otra vez ha venido simplemente para darme un beso y volverse a ir sin haber probado más alimento que mis labios. Es un hombre encantador.
Nos conocimos hace unos años. Yo salía de una relación in tempestuosa y él de un matrimonio abocado al fracaso desde el principio. En mi caso la culpa había sido mía. No se puede iniciar una relación basándose en la pena. Mi antigua pareja era el típico hombre “sin”: Sin valor, sin aspiraciones, sin objetivos, sin detalles, sin personalidad, sin cariño, sin pasión, sin amor... y un sinfín de pequeñas cosas. Puede que fuera por eso por lo que había salido con él, por lástima. Desde el primer día sabía que todo iba a acabar mal pero me mentí. Estuvimos cinco años. Cinco años de celos, discusiones y malos modos. En todo ese tiempo pocos momentos buenos hubo y eso me acabó destrozando. Lo más triste es que pese a eso nunca tuve la necesidad de llorar. Tal vez porque siempre supe como íbamos a acabar. Una vez nos separamos empezaron sus llamadas y lamentaciones continuas. Tal vez lo penoso de su actitud fue lo que me hizo ser más dura y acabé rompiendo todos los vínculos que podían quedarnos. Durante unos meses evité el salir por la noche para no tener que verlo y finalmente pareció darse cuenta de mi actitud y cesó con su acoso.
En su caso su matrimonio fue distinto. Eran la pareja perfecta. Los dos habían sido dos jóvenes triunfadores y luchadores que habían conseguido todo por sus propios medios. Ambos tenían buenos trabajos y disponían de suficiente tiempo libre para dedicarlo a los amigos o a sus aficiones, y los dos eran guapos y atractivos. Bien podrían haber sido la portada de cualquier revista. Su vida estaba perfectamente programada. No compraron la casa hasta tener empleos fijos. No se fueron a vivir juntos hasta tener perfectamente amueblada la casa. Y no se casaron hasta que se dieron cuenta que era el siguiente paso que les quedaba por dar. Y esa programación fue la que los hundió. Ya estaban introducidos en una rutina laboral y personal de la que no podían salir. Esa presión social fue la que les hizo dar ese paso porque era lo correcto pero ya no había ni amor ni cariño. Eran los barcos que habían navegado a la par mucho tiempo pero ya hacía años que habían tomado destinos opuestos. No se querían ni se amaban sólo mantenían la ilusión a los ojos ajenos. La vida personal era tan fría como sus camas. Y al cabo de 5 años tomaron la decisión de disolver el matrimonio como quién disuelve una sociedad. Todo estaba perfectamente estipulado y los abogados trabajaron como perfectos neurocirujanos en el reparto de los bienes. No hubo un ápice de sentimientos en ningún momento de esas vidas. Y ambos siguieron haciendo lo que mejor sabían hacer: trabajar.
Nos conocimos hace unos años. Yo salía de una relación in tempestuosa y él de un matrimonio abocado al fracaso desde el principio. En mi caso la culpa había sido mía. No se puede iniciar una relación basándose en la pena. Mi antigua pareja era el típico hombre “sin”: Sin valor, sin aspiraciones, sin objetivos, sin detalles, sin personalidad, sin cariño, sin pasión, sin amor... y un sinfín de pequeñas cosas. Puede que fuera por eso por lo que había salido con él, por lástima. Desde el primer día sabía que todo iba a acabar mal pero me mentí. Estuvimos cinco años. Cinco años de celos, discusiones y malos modos. En todo ese tiempo pocos momentos buenos hubo y eso me acabó destrozando. Lo más triste es que pese a eso nunca tuve la necesidad de llorar. Tal vez porque siempre supe como íbamos a acabar. Una vez nos separamos empezaron sus llamadas y lamentaciones continuas. Tal vez lo penoso de su actitud fue lo que me hizo ser más dura y acabé rompiendo todos los vínculos que podían quedarnos. Durante unos meses evité el salir por la noche para no tener que verlo y finalmente pareció darse cuenta de mi actitud y cesó con su acoso.
En su caso su matrimonio fue distinto. Eran la pareja perfecta. Los dos habían sido dos jóvenes triunfadores y luchadores que habían conseguido todo por sus propios medios. Ambos tenían buenos trabajos y disponían de suficiente tiempo libre para dedicarlo a los amigos o a sus aficiones, y los dos eran guapos y atractivos. Bien podrían haber sido la portada de cualquier revista. Su vida estaba perfectamente programada. No compraron la casa hasta tener empleos fijos. No se fueron a vivir juntos hasta tener perfectamente amueblada la casa. Y no se casaron hasta que se dieron cuenta que era el siguiente paso que les quedaba por dar. Y esa programación fue la que los hundió. Ya estaban introducidos en una rutina laboral y personal de la que no podían salir. Esa presión social fue la que les hizo dar ese paso porque era lo correcto pero ya no había ni amor ni cariño. Eran los barcos que habían navegado a la par mucho tiempo pero ya hacía años que habían tomado destinos opuestos. No se querían ni se amaban sólo mantenían la ilusión a los ojos ajenos. La vida personal era tan fría como sus camas. Y al cabo de 5 años tomaron la decisión de disolver el matrimonio como quién disuelve una sociedad. Todo estaba perfectamente estipulado y los abogados trabajaron como perfectos neurocirujanos en el reparto de los bienes. No hubo un ápice de sentimientos en ningún momento de esas vidas. Y ambos siguieron haciendo lo que mejor sabían hacer: trabajar.
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