He salido de casa, de eso sí que me acuerdo. El problema es que no sé dónde vivo ni hace cuanto tiempo de eso.
Me muevo por la ciudad como si nunca hubiera vivido en ella. Es irónico, pero cualquiera que me conociera se reiría si me viese deambulando por las calles que me vieron nacer como si fuera la primera vez que paso por ellas. También es cierto que mi aspecto me hace ser irreconocible. Mi vestido se ha transformado en unos harapos andrajosos los cuales he ido ocultando con otras ropas que he ido encontrando en los contenedores de basura.
La capacidad de supervivencia del ser humano es algo digno de estudio. No soy capaz de reconocer una calle o una cara pero si sé que en los contenedores de basura cercanos a las tiendas de comestibles puedo encontrar comida, o que si voy a las puertas de las iglesias podré conseguir unos pocos discos metálicos que puedo cambiar por algo de pan y leche. Es la única utilidad que les encuentro pese a que sé que para la gente tienen más valor.
Pero lo peor son las noches. Noches frías y húmedas. Noches en las que recorro la ciudad buscando cualquier lugar abrigado y seguro. Una vez casi me matan de una paliza, pero no me acuerdo ya de eso, sólo queda en mí un pequeño temor a los ruidos nocturnos y a los lugares demasiado escondidos como callejones. Por eso duermo en portales abiertos o en las entradas amplias de algunos comercios. Por suerte duermo poco porque enseguida viene alguien a despertarme. Con dolor me levanto y escucho el crepitar de mis articulaciones. Ignorando los gritos de quién me dice que me vaya inicio un nuevo camino hacia otro lugar donde descansar un poco más.
Recuerdo que tuve un perro pequeño y que unos niños jugaban con él. Recuerdo que eran momentos felices aunque ya no se si esas imágenes son sueños de una vida mejor o si realmente sucedieron.
Me muevo durante el día de contenedor en contenedor, de esquina a esquina, de iglesia a iglesia. Soy un ser invisible para la gente que camina a mi alrededor. Ni mis pasos renqueantes o los quejidos que emito por culpa del dolor de mi cadera parecen alarmar a nadie. La multitud se abre a mi alrededor y me siento como un barco cruzando un océano inexplorado.
Hace mucho frío. Estuvo todo el día nevando y por mucho que intente abrigarme no soy capaz de calentarme. Mis pies parece que no son míos y soy incapaz de encontrar un lugar donde cobijarme esta noche. Me dirijo hacia un parque ahora abandonado. El viento mueve las cadenas del columpio y ese rumor me atrae hacia él. Como una niña que soy me subo y empiezo a balancearme. El frío golpea mi rostro con fuerza con cada vaivén. Esa fue mi última noche.
La única reseña fue el de un número más en la noche más gélida del año. Pero nadie se acordará ya.
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