La primera en preguntar era yo pero las preguntas me inundaron sin saber cuál elegir, ¿cómo sabía que ropa tenía puesta?, ¿cómo es que me conocía y desde cuándo?, ¿cómo es que pudo ponerme el ramo de flores y desaparecer tan rápidamente?, ¿cómo es que conocía la ropa que tenía en mi armario?,... un sinfín de preguntas que me habían atormentado desde el día que vi la nota pero de mis labios sólo salió un simple ¿quién eres?
Al principio creí que no me iba a responder. La pregunta debió de sorprenderle pues empezó a mostrarse inquieto hasta que por fin se decidió y eso fue como abrir la caja de Pandora. Me dijo que se llamaba Andrés, que tenía 35 años y se dedicaba al mundo de la informática. Luego empezó a hablarme de como era de joven de los estudios que tenía y de como había pasado su etapa de universitario entre juergas y demás aventuras. Luego me dijo que había estado casado hasta hacia dos años. Me habló de su matrimonio y de lo bien que se lo habían pasado. De todos los sitios que conocía de los que quería conocer. En resumen: me describió quién era de principio a fin una vida normal, excesivamente normal, aunque de esto no me di cuenta en un primer momento.
Me pasé dos horas escuchándolo detenidamente, observándolo, su forma de gesticular, su forma de mirarme, su forma de moverse. Todos los miedos que sentía pasaron a un segundo plano. Era como si su voz me fuera hipnotizando lentamente. La curiosidad por esa persona cobraba más fuerza hasta que entonces me nombró y me preguntó que qué me apetecía en ese momento. ¡Vaya con la preguntita! No le podía decir lo que me apetecía realmente, mejor dicho, lo que le apetecía a mi cuerpo.
No se que fue lo que me hizo tomar esa decisión, si fue el alcohol, el sitio, sus ojos... no lo se. Nada más pronunciar las palabras me arrepentí, pero ya había tomado una decisión. Le dije que fuéramos a mi casa porque lo que me apetecía no lo podíamos hacer allí.
Me miró extrañado, como si no supiera lo que iba a suceder, mejor dicho, lo que yo quería que sucediese. En ese momento se levantó y me dijo: “Gracias por la velada, pero aun no”, y se fue dejándome desencajada. Cuando me repuse de lo que acababa de suceder me marché a casa dolida. Acababan de destrozar lo que yo creía que era imposible, mi autoestima.
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